Por fin ya he vuelto de Madrid y la primera entrada que quería escribir era una reflexión que seguramente, si algún escritor me lee, se sienta identificado.
Los escritores, y más, los que escribimos en libretas, las cuales nos acompañan a todas partes, hemos experimentado la sensación de escribir en lugares increíbles, maravillosos.
He escrito en el centro de la historia de España, en la Universidad Complutense, en su facultad de filosofía y letras, la cual formó parte activa en la Guerra Civil española. Sólo por eso mereció la pena sentarse en una de sus aulas para escribir aunque sea un breve fragmento de una historia.
He escrito también en la Universidad de Málaga, cuya historia no es tan importante, pero que también es un centro intelectual, en el que fluye el conocimiento, como se suele decir.
He escrito en autobuses, en trenes y en metros. He escrito sentada en las paradas, y con el culo en el suelo de todo el mundo.
Sin embargo, nunca pensé que escribir en el centro de Madrid, sentada en un bordillo en la Plaza de Callao pudiera ser algo que me hiciera feliz. El ir y venir de la gente era algo maravilloso, que inspiraban a mis dedos a seguir escribiendo, pese a saber que sólo podía escribir por media hora, el tiempo que esperaba a que llegara un amigo.
Ser escritor tiene muchas cosas buenas, y una de ellas es, por supuesto, descubrir maravillosos lugares en los que escribir.
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