Últimamente, a causa del calor que ha hecho, o a otras razones, ha habido apagones en mi barrio. Apagones no de un minuto, sino largos, de esos que te hacen replantearte ir buscando las velas por si acaso el sol se va y tú te quedas a oscuras.
Pero hoy no vengo a hablaros de la magia de estar a la luz de las velas, que es un momento bello, que se mezcla con la magia del silencio. Que sirve para la reflexión y para meditar acerca de muchas cosas, como cuando estás a punto de quedarte dormido, pero sin estar tan cansado como antes de dormir.
Vengo a hablaros de otra clase de magia, mucho más sutil.
En mitad de la penumbra que se estaba formando, puesto que estaba atardeciendo, y en mitad del silencio que se genera cuando todos los aparatos electrónicos están apagados a la vez, empezó a escucharse ruídos en la calle.
Risas.
Niños que habían decidido salir de sus casas, soltar los aparatos electrónicos, y salir a jugar a la calle. Vecinos que se acercaban sillas a un parque cercano, con guitarras y otros instrumentos, y empezaban a cantar y a festejar.
La luz volvió al cabo de un largo rato, pero esa estampa nos encandiló tanto que ni mi madre, que aquel día estaba en casa, ni yo encendimos los dispositivos electrónicos y nos quedamos viendo a través de las ventanas a nuestros vecinos que parecían disfrutar ajenos a todo.
Desde luego, una estampa muy bucólica que contrasta con la que se puede vivir cuando la luz campa por sus anchas por nuestras casas, cuando nadie sale de casa, nadie suelta los aparatos electrónicos y los niños no salen de sus ensimismamiento electrónico.
Y posíblemente suene irónico que yo venga aquí a hablaros de la magia que se produjo durante un apagón, cuando lo estoy escribiendo en un ordenador. Pero es que yo tampoco soy ya una niña.
Nos leemos.
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